Esa sensación de constante insuficiencia para todos y para ti misma. Sentir la gloriosa capacidad de las personas que te rodean pero ni si quiera presentir la tuya propia. Esa voz de indiferencia, de daño propio, de cosechar nuestros peores pensamientos recogiendo nuestros miedos, inseguridades y desdichas. Supongo que aunque intentemos parecer muy fuerte, en numerosas ocasiones nos sentimos de esta manera. Somos incapaces de valorarnos sacando solo a relucir lo que pensamos que ven los demás, siendo nosotros mismos ciegos de nuestro propio ser. Se suele decir que no es más ciego que quien no quiere ver, pero ¿y si no sabemos ver? ¿Y si nadie nos ha enseñado a ver lo que somos? ¿Y si nadie se ha molestado en enseñarnos cómo ser? Se dan tantas cosas por sabidas que parece mentira que nuestra primordial capacidad permanezca en la caja de Pandora esperando a que algún investigador lo descubra. ¿Quiénes son los demás para descubrir lo que eres tú? ¿Qué no eres tú qué los demás sí? Tenemos la necesaria suficiencia de aprender y descubrir quiénes somos, de no aceptar la incertidumbre de otros y de aprender que en determinadas situaciones, nos dejamos llevar por el erróneo caso resuelto del misterio del ser que moviliza a tantas personas a descubrirlo.
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